12 marzo 2024

Diamantes en la salchichería

Por ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS 
El País, 13.11.2000

Hace un par de viernes conté otra vez (hago ese ritual de dedo idiota de vez en cuando, porque su idiotez es esclarecedora) las películas que se estrenaron aquí ese día. Fueron nada menos que 11, y en ese chaparrón, o en otro diluvio similar, parece que quiere instalarse la ración de celuloide adocenado de los viernes del otoño. Y de la primavera, el invierno y, más cada vez, el verano. La pantalla de los fines de semana sufre así, a plazo fijo, entre brumas o sudores, un baño de charcutería cinematográfica a granel, casi todo procedente de fábricas californianas. 

¿Tan mal va el cine, tan zafios y desquiciados son los desajustes entre lo que puede darnos y lo que nos da que hace de la creación fabricación, del taller cadena y del estudio salchichería de filmes embutidos en serie o (con un endurecedor giro hacia lo hediondo) en ristra? Es así, aunque no lo sea, y no hay irrealidad en esta paradoja. La estomagante oferta de celuloide informe (ese que los mercaderes mercadean en y por horas, como quienes compran libros en y por metros de estantería), de un arte que como el cine sólo se entiende como fruto del encaje y la alquimia de la armonía y de las puras formas, es hoy en volúmenes abrumadores lo que a rajatabla dicta el graznido, la lógica de la ristra, del buitre que, sin tener ni idea de cómo se hace cine y cuál es el secreto tinglado de su naturaleza, se lo merienda a doble carrillo y así lo convierte en carroña. 
Pero la aplastante oferta de cine de salchichería no sólo no está acabando con el destello del diamante cinematográfico, sino que, por la maña de un efecto de rechazo, ha generado en él lo que nunca tuvo, espíritu de resistencia. Y el arte del cine, que de pronto se siente una vieja tarea secular, empuja con terca energía hacia la recuperación de su antigua invulnerable identidad. Lo vemos quienes seguimos el año a año del cine del mundo, con la nuca contra el día a día del consumo cinematográfico casero y cotidiano. Y nos llevamos alegremente las manos a la cabeza de esa paradoja tan viva y veraz a que antes me referí. 

En lo que va de año, mientras la indiferencia se traga crudas centenares y centenares de salchichas cinematográficas, unos pocos no hemos perdido el nudo que enlaza la modernidad con el celuloide de diamante recién tallado. Ningún mérito hay en ello, es un simple privilegio del oficio de cronistas errantes por las rutas de las pantallas del mundo. Ahora, la gente de la Academia Europea del Cine estamos recibiendo el papeleo y los vídeos de la última votación destinada a abrir camino al Premio Europa. Y de títulos y nombres que han saltado las primeras cribas salen chispas del viejo fuego sagrado

Nos vemos en la odiosa necesidad de elegir sólo una entre varias maravillas finalistas: la sueca Infiel, la danesa Bailar en la oscuridad, la francesa Para todos los gustos, las británicas Billy Elliot (prodigio desvelado en el Festival de Valladolid) y Chicken Run. Y, tras ellas, el sobresalto de nombres de intérpretes como la sueca Lena Endre, la británica Julie Walters, la alemana Bibiana Beglau, la islandesa Björk, el alemán Bruno Ganz, el español Sergi López, el británico Jamie Bell; y el guionista español Rafael Azcona y el dúo francés Agnes Jaoui y Jean-Pierre Bacri. Y filmes lejanos como los asombrosos In the Mood for Love, del hongkonés Won Kar-Wai, y Yi Yi , del taiwanés Edward Yang. Hace poco se hizo recuento de los votos con que críticos y especialistas de toda Europa designaron la mejor película del año: ganó el enorme diamante americano Magnolia, que Paul Thomas Anderson ha hecho contra vientos y mareas. Y quedaron tras ella El viento nos llevará , del iraní Abbas Kiarostami, y Bailar en la oscuridad, del danés Lars von Trier. Palabras mayores. 

Y esto sólo para entendernos. Se hace, y cada vez más, cine de puro diamante. Ahora están por ahí dos películas españolas, Leo y La espalda del mundo, que son puro universo. Hay que mimarlas, porque en el cine el genio está indefenso, es una orfebrería íntima cercada por fábricas de bisutería blindadas por el vendaval de la mercadotecnia y del copo de los mercados

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