03 marzo 2019

Grindr, ¿privilegio o condena?

Por LUISGÉ MARTÍN

Hace unos días, un amigo gay veinteañero volvió a manifestarme su desasosiego por el modo de vida Grindr. Mi amigo usa la aplicación con el propósito –sincero– de encontrar un novio, pero solo encuentra sexo libertino y abundante.

No se queja solo de los demás, sino de sí mismo. “Es tan fácil y tan fantástico follar”, dice con gesto melancólico, “que uno no tiene fuerzas para dejar de hacerlo. Luego sientes arrepentimiento y dices que a partir de mañana vas a sentar cabeza, pero al día siguiente se ha esfumando el arrepentimiento y Grindr en cambio sigue allí, en el teléfono móvil”.

Mi amigo es resultón, pero no es un modelo de pasarela. Tampoco es un chico fácil: es exigente con sus amantes, los selecciona. Es decir, su ritmo frenético no tiene que ver con la belleza ni con la docilidad, sino con el sistema mismo. Este amigo ya me había contado antes sus penalidades sentimentales, pero no ha sido ni mucho menos el único.

A varios gays de entre veinte y cuarenta años les he escuchado reiteradamente contar lo mucho que necesitan el amor y lo complicado que les resulta conseguirlo en tiempos de Grindr por su propia incontinencia. Yo, que estoy ya cómodo en mi papel de anciano precoz, reacciono primero con una cierta indignación y luego, ya calmado, me pongo a filosofar.

La indignación tiene que ver con la historia de mi generación. Me pasa cuando me cuentan esto como le pasaba a mi abuelo cuando yo dejaba en el plato las verduras o el pescado que no me gustaba. “Con el hambre que pasé yo en la guerra”, me decía. Y eso les digo yo a mis amigos: “Con el hambre que pasé yo en la adolescencia, ¿cómo os podéis quejar de follar mucho?”.

Internet –y sus chats– empezaron a funcionar, de forma muy rudimentaria, cuando yo tenía treinta años. En aquellos tiempos, si chateabas se cortaba la línea telefónica: o usabas datos o usabas voz. Antes de eso, solo estaba el desierto: anuncios por palabras en revistas, a los que había que contestar por correo postal, o bares de ambiente. Los teléfonos inteligentes y las aplicaciones nacieron mucho después.

Grindr cumple en este mes de marzo diez años, y su función consistió en hacerlo todo mucho más fácil. Rápido, inmediato, cercano. En tu barrio o en la ciudad más remota del mundo, si viajas. A las tres de la tarde o a las cinco de la madrugada. A mí me daba rabia no haber tenido Grindr en mis noches juveniles de soledad. Sentía envidia de esa simplicidad con la que se puede llegar al sexo feliz, pero también a la compañía, a la aventura, a la tentación.

Cuando me pongo a filosofar, las confesiones de mis amigos me hacen dudar de si Grindr –o Scruff, o Wapo, o Hornet, o Tinder– son un privilegio o una condena. El arquitecto Mies van der Rohe acuñó una sentencia muy sabia que a veces es difícil de aceptar: “Menos es más”. Él hablaba de edificios, de minimalismo, de sencillez estética, pero vale para casi cualquier orden de la vida. Cuando las cosas son exuberantes, cuando son extremadamente fáciles, se pierde el placer de conseguirlas y hasta el goce jubiloso que proporcionan. Y esa es la penalidad mayor del ser humano: lo que es fácil, lo disfrutamos menos; lo que es difícil, en cambio, nos parece una delicia. Somos seres enfermos, no cabe duda.

Mi amigo veinteañero y yo estuvimos buscando soluciones a este desafío. Y encontramos una solución casi estalinista, pero seguramente eficaz. Los gobiernos, a nuestro juicio, deberían legislar para que las aplicaciones tuvieran un único mes de validez y luego un año entero de barbecho. Es decir, durante un mes puedes usarla libremente, pero al final de ese plazo empieza una cuarentena larga.

De ese modo, los que buscan promiscuidad perderían derechos civiles, sin duda, pero los que buscan amor tendrían por fin la oportunidad de encontrarlo. Yo, por si las dudas, y por si la reencarnación existe, prefiero tener Grindr a los veinte años. Es probable que la felicidad no mejore todo lo que uno es capaz de imaginar, pero el funcionamiento hormonal será sin duda mucho más saludable.
Shangay #507 (22.02.19)

3 comentarios:

Carlos Montero dijo...

Uno se mueve en entornos concretos y no es fácil salir de ellos. Uno no liga en el supermercado, eso es mentira. Entonces un Grindr o un Tinder te abre un mundo de posibilidades inaccesible de otra forma. Es cierto que se pierde mucho misterio con estas aplicaciones, pero es que a mí me han facilitado mucho la vida y me han dado muchas alegrías. ¿Qué voy a hacer? Uso ambas, aunque más Tinder. Grindr es más directo: se va a lo que se va. En Tinder, sin embargo, tienes la posibilidad de hablar, y yo siempre he ligado más hablando, la verdad.

Eva Illouz, socióloga dijo...

Ver o conocer a una persona frente a frente es algo completamente distinto a verla o conocerla a través de una aplicación telemática. Te fijas en la energía, en la voz, en cómo se mueve. El encuentro en persona tiene un valor por una sencilla razón: conocer a otras personas, con su voz, su cuerpo, sus gestos, su olor, su tono, sus vacilaciones y su forma particular de hablar es conocer a un ser humano completo, con sus defectos y su belleza. Los encuentros son ambivalentes y plenos. Es esa mezcla de ambivalencia y plenitud la que capta nuestra atención, y permite que surja la magia presencial entre dos personas que apenas se conocían antes. Las personas, a veces, irrumpen en nuestra vida sin que lo queramos. No las deseamos especialmente, pero, por su generosidad o su encanto, encuentran la forma de entrar en nuestra vida. Todo esto desaparece por completo cuando navegamos en busca del rostro y el cuerpo perfectos. El encuentro se queda encerrado en nuestras propias fantasías privadas.

Rafael Pascual dijo...

Ser marica antes era un cajón de sastre donde cabía todo lo que no se esperaba de un hombre. Cuando ya en la infancia nos llaman maricones en el colegio, aún no deseamos a nadie. Nos insultan por la pluma, el rasgo que nos expone. ¿A qué tipo de gais aceptamos ahora? A los que más se parecen a los heterosexuales. Esto mismo ocurre también en Grindr: se adora al que parece machote y se menosprecia a quien no lo es. Pues esto ya ocurría hace décadas.