Por BERNA GONZÁLEZ HARBOUR
Los católicos suelen sentir la tranquilidad de pertenecer a la única religión verdadera —creen, luego para ellos así es— e históricamente han tenido la ventaja de poder pecar siempre que luego visiten el confesionario para pasar la bayeta. Allí, el confesor les aguarda como un decidido Míster Proper dispuesto a trasladar el perdón divino que borra los pecadillos del historial personal. No quedan antecedentes penales tras rezar varias avemarías.
Con el tiempo los católicos empiezan a percibir también, sin embargo, algunas desventajas. Muy serias. La Iglesia católica mantiene un machismo institucional prefeudal, al excluir a la mujer de cualquier ámbito de la jerarquía y relegar su entrega a la carrera monjil. Ellas barren y limpian estupendamente durante los cónclaves de cardenales-hombres en Roma reunidos para elegir a sus Pontífices-hombres. Hasta en los peores momentos del absolutismo, donde las mujeres no tenían ni por asomo capacidad de elegir ni decidir gran cosa, hubo reinas en las coronas de Europa. Algunas, brillantes.
También para los hombres hay desventajas. El celibato es un voto obligatorio, tanto como la pobreza y la obediencia. Pero reconozcan que la ecuación es, si no perfecta, muy ventajosa: prometen sus votos a Dios y en lo posible cumplen, pero cualquier desvío del camino encuentra su perdón en el confesionario. La misericordia es un hallazgo.
La Conferencia Episcopal de Australia nos lo ha recordado esta semana: los confesores no pueden ser forzados a revelar delitos —delitos, sí— conocidos durante la confesión al considerar que eso “va contra la fe y la libertad religiosa”. La negativa desoye las instrucciones de la comisión gubernamental que investiga casos de pederastia y que ha averiguado que el 7% de los sacerdotes que trabajaban en Australia entre 1950 y 2010 están implicados en abusos sexuales. En algunos lugares la cifra ha llegado al 15%.
El derecho canónico, ciertamente, considera el secreto de confesión una cuestión inviolable so pena de excomunión. Teóricamente se trata de respetar el secreto del pecador, no del cura. Y las legislaciones civiles de países tradicionalmente católicos suelen conceder una dispensa a los religiosos para que puedan cumplir con su obligación canónica. Pero hay algo que deberían tener en cuenta: el derecho penal, y no el canónico, es el que rige las normas de las que nos hemos dotado para proteger a las víctimas de crímenes y perseguir a los delincuentes. Trabajar por esa protección debería concernirles.
La jerarquía católica no solo está desoyendo el clamor de una sociedad que ya no está dispuesta a callar y que exige justicia penal, y no divina, sino que además y sobre todo está perdiendo la batalla moral. Hoy defiende el secreto de confesión con la misma convicción con la que ha practicado el encubrimiento y traslado de sacerdotes involucrados en abusos. Los informes sobre pederastia en Irlanda, Boston, Pensilvania o Australia desbordan al Vaticano, que aún no ha sabido reaccionar.
Tienen suerte los delincuentes católicos que pueden confesar y quedar indemnes. No tanta sus víctimas.
El País, 2.09.18
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