Un potente mito crece, sin darnos cuenta, ante nuestros ojos: la tecnología aparece cada vez más como sinónimo de inteligencia, de progreso y de panacea capaz de solucionar todos nuestros problemas. ¿En qué consiste ya esa "sociedad del conocimiento" salvo en equiparar a un niño que maneja un ordenador con un sabio y en establecer que un adulto que se mueve entre Facebook y Twitter pertenece a una clase social con oportunidades infinitas de prestigio y consideración mientras quien no acepta estas premisas es excluido del futuro colectivo?
Es obvio que ordenadores, móviles y toda la panoplia de instrumentos digitales que se utilizan en medicina, automovilismo y en las industrias imprescindibles para mejorar la vida humana son parte decisiva en el progreso humano. Quede claro. Quien esto escribe no está en contra de la tecnología per se porque sería una estupidez. Hay que aclararlo: parte del mito tecnológico se construye contra los diplodocus que se atreven a levantar la voz advirtiendo de los cambios sociales que toda innovación tecnológica conlleva.
Umberto Eco me dijo hace más de 10 años que "el exceso de información cambia nuestra cabeza". La avalancha tecnológica ya se percibía entonces y Eco pronosticaba que se transformaría en "naturaleza". Eso es lo que ha sucedido: la tecnología es ya nuestro hábitat hegemónico y el dulce dictador de lo socialmente correcto.
Datos recientes del Instituto Nacional de Estadística aseguran que a los 10 años un 78% de los niños españoles navega por Internet y el 68% de los de 12 años tiene móvil. Nadie dice qué hacen esos niños con el móvil o Internet. Son nativos digitales, generaciones aptas para que el cibermito presuma de avance: cierto, para según qué manejos, como cambiar la melodía del móvil o controlar un DVD, los hijos enseñan a los padres. De lo cual, este mito de la maravilla digital, saca la conclusión -precipitada- de que las generaciones anteriores y una mayoría de adultos no pueden enseñar nada a sus hijos y hay que prescindir de sus reticencias ante el monopolio del progreso que exhibe lo tecnológico.
La tecnología requiere -nadie discute hoy su poder y atractivo- individuos entregados, gente que prefiera el ciberespacio a la vida real. Los 500 millones de usuarios que reivindica Facebook, los millones de compradores de iPad, e-book y demás gadgets de "lo último de lo último" de la industria digital, son una realidad que confirma el poder de las TICs. No vamos a discutir eso a estas alturas: mucha gente, fascinada como todos, quiere jugar.
El programa Escuela 2.0, ahora en vigor en España con desigual aplicación, es una iniciativa del Gobierno dedicada a dotar con portátiles a 400.000 estudiantes, instruir a 20.000 profesores y digitalizar no menos de 14.400 aulas. Excelente idea, cuyo desarrollo precipitado e improvisación -¿nos encontramos ante un "profesorado envejecido" como asegura el responsable del máster de formación del profesorado de la Complutense de Madrid?, ¿a partir de qué se considera envejecido a un profesor?- no ha hecho sino fomentar el mito en su forma más brutal: niño + ordenador = sabio. ¿Serán estos pequeños monstruos digitales la crema de la sociedad del conocimiento del siglo XXI? ¿Excluirá esta cibercultura todo lo demás? ¿Serán estos sabios grandes ignorantes de lo que hasta ahora se ha entendido como patrimonio civilizatorio?
Siempre pongo un ejemplo ante este tipo de incógnitas: ¿quién sabe hoy coser, que era un saber común en las culturas anteriores y un patrimonio civilizador de importancia decisiva? Me temo que a pocos preocupa que estas habilidades desaparezcan: hoy cosen robots y la ropa es de usar y tirar. Eso sí, mucha más gente tiene acceso a un vestido digno, si no, no existiría un fenómeno como Inditex. Y ahí está la madre del cordero: el mito tecnológico, religión contemporánea con millones de seguidores, es más un fenómeno comercial que inteligente.
Estamos en la época del hombre centauro -mitad máquina, mitad persona- como dice Paolo Fabbri. Y la industria de las cibermáquinas tiene todas las de ganar, pone todas las condiciones -véase la devaluación de la propiedad intelectual- en cuanto a los contenidos que transmiten. Una de las condiciones imprescindibles es que la máquina entretenga. No se trata de aprender, sino de pasar el rato.
El mito permite el control de los individuos por métodos muy sofisticados -en Francia llevan tiempo trabajando sobre el "derecho al olvido digital"- y promueve la educación de un ciberindividuo de perfil estremecedor por su analfabetismo sobre la vida no virtual. Pero eso no se discute, simplemente se acata.
Margarita Rivière es periodista y escritora.
El País, 24 de octubre de 2010.
El País, 24 de octubre de 2010.
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