El desprestigio de las Humanidades ha calado en una sociedad digital que ha sentido robustecido con las nuevas tecnologías su menosprecio por ellas como materias prescindibles. Ese desdén no afecta paradójicamente a las Humanidades mismas sino que aleja del conocimiento —histórico, filosófico, estético, filológico— a quienes lo asocian a tostones casposos, incapaces de disfrutar del valor emancipador de saberes que cuestionan y transforman el mundo. Ningún cambio relevante en ninguna esfera de la era moderna y contemporánea —el fin de la esclavitud, la conquista del Estado de derecho, la execración de la tortura, la consagración de los derechos de la infancia y de las mujeres, el respeto a las minorías— ha sucedido sin que alguien haya armado una idea y la haya difundido por todos los medios, incluido internet. Las Humanidades parecen barridas por la revolución tecnológica pero ahí siguen, fomentando la independencia crítica y la virtud del saber heredado y compartido. Los estudiantes de estas materias se habrán sentido hermanados con Gabriel Plaza: se saben de segunda categoría en un mundo hipertecnológico. Lo peor sería que escogieran el camino de muchos en los últimos 15 años: buscar trabajo fuera de España. Frente a la prepotencia y la defensa a ultranza de una rentabilidad del saber instrumental y miope, solo cabe respirar hondo y darle la enhorabuena a Gabriel.
Editorial del diario El País, domingo 3 de julio de 2022
3 comentarios:
Si estás en redes sociales, debes de estar pertrechado de una alta autoestima que haga resbalar cualquier crítica externa, por muy sangrante que sea. Esto también es inteligencia emocional, tan necesaria o más que las mejores calificaciones académicas.
Espero que el sábado haya un "rainbow plague" en Madrid que se contagie a todo el mundo. El partido Law and JUstice de Polonia lo ve algo peligroso, pero tal contagio de amor y diversidad es una bendición.
Contaba Ernest Rutherford, premio Nobel de Química, que un día recibió una llamada de un colega docente. Le hablaba éste de un alumno que iba a suspender por errar en un problema de Física; sin embargo, el muchacho reclamaba la revisión del examen, tarea para la que sería designado Rutherford. El enunciado del problema era: «Demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con un barómetro». El joven respondió que bastaba con subir a la azotea, lanzar una cuerda atada a un barómetro y marcar el límite al tocar el suelo: esa era la longitud. Cuando Rutherford le preguntó por otras soluciones, aplicó otras igualmente disparatadas, e igualmente válidas. Conocía todas las fórmulas habidas, pero las aplicaba con un talante cotidiano que asustaba. Al reclamar un diez para el joven, Rutherford le preguntó por el método tan humano que usaba. El chico respondió: «No se puede ser científico sin ser humanista». El joven se llamaba Niels Bohr, y ganó el Nobel de Física años después...
Leo que el chaval que ha sacado la nota más alta de Selectividad este año ha elegido cursar Filología Clásica. Dan ganas de llorar de alegría: ¿cómo osa desafiar el chico brillante este sistema productivo donde Grecia y Roma son catálogos de Halcón Viajes, el Latín una forma de perreo y Séneca una beca de la universidad? ¿Cómo se atreve a no elegir una carrera que le asegure un sueldo desde el que poder pagar la gasofa y el alquiler? ¿Cómo se atreve a no ser parte del engranaje mercantilista que todo sistema educativo de hoy pretende potenciar? La realidad es que basta con leer cuatro palabras de la entrevista que le hacen al muchacho para entender que puede alcanzar el éxito en el momento que quiera, principalmente porque «éxito» es un concepto que él mismo va a ser capaz de moldear. Es entonces cuando pienso en Niels Bohr, y quiero pensar que este muchacho podrá llegar a cualquier sitio siendo, en primer lugar, en sus cimientos, un humanista. Salve.
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