Los atardeceres en la playa de Punta Candor, situada en un extremo de
la Bahía de Cádiz, son lentos y no tienen prejuicios. Familias de aire
tradicional pasean entre mujeres y hombres desnudos sin que nadie pierda el
tiempo en indignarse con la piel, el deseo y las costumbres de los demás. Las
dunas asaltadas por los pinos son una lección de bienestar y de paciencia.
Perder el tiempo está bien, pero conviene elegir los motivos. No es lo mismo un
ataque de cólera que un cielo desteñido en rojo, deshilvanado en matices, con
la complicidad de alguna nube lejana. La tarde cae como una herencia, igual que
un esplendor fatigado, mientras el horizonte parece dispuesto a demostrar la
existencia de Dios. El pasado domingo vi a mucha gente cuidar en silencio el
espectáculo natural de la luz, el cielo y el mar. Cuando el sol se hundió por
fin en el agua, los bañistas rezagados y los paseantes empezaron a aplaudir.
Merece la pena tomar en serio ese aplauso. Como carezco de extremidades
religiosas, la plenitud no supone para mí un testimonio de la divinidad. Pero
los atardeceres de Punta Candor me han ayudado a recordar que el sol no es una
institución con ánimo de lucro y que el derecho a la belleza debería ser el
resumen último de los demás derechos humanos. No conviene confundir a Andalucía
con el Sur. Andalucía es una realidad geográfica y política, y el Sur es una
metáfora. Cuando Luis Cernuda se atrevió a elegir las características de un
territorio ideal, escribió una evocación romántica de Andalucía. Pero tuvo el
cuidado de advertir que su Andalucía no estaba en ningún sitio concreto, porque
sólo existía en las ilusiones y los sueños de algunos de sus amigos poetas.
Andalucía era una metáfora que Cernuda identificaba, por agradecimiento
personal, y porque siempre conviene darle a las metáforas una indicación geográfica,
con las playas de la costa malagueña. Claro que el poeta celebraba recuerdos de
los años veinte y treinta. Por eso digo que, en estos tiempos, conviene no
confundir a Andalucía con el Sur.
Andalucía es una realidad que puede llenarse de edificios sórdidos,
alcaldes corruptos y especuladores decididos a devorar cualquier resto de
belleza. Antonio Machado, otro poeta andaluz que buscaba realidades y metáforas,
ya nos avisó de que sólo el necio confunde valor y precio. A eso se ha dedicado
con una disciplina sombría la Costa del Sol durante los últimos 40 años, a
confundir el progreso con la especulación y los puestos de trabajo con las
concejalías de Urbanismo. La corrupción costera ha llegado a tales extremos de
notoriedad que las causas penales no suponen sólo un problema para los
delincuentes sorprendidos con las manos en el ladrillo, sino también para la
economía turística andaluza, que paga la factura de su mala fama. Dentro de los
cambios estructurales que debemos asumir los poderes públicos y los ciudadanos,
quizá no esté de más volver a tomarse en serio la metáfora del Sur. Una metáfora
resulta a veces una buena infraestructura, y en Andalucía quedan, más allá de
los escándalos urbanísticos, valores reales que considero imprescindibles en la
metáfora política del Sur. Me lo han recordado los atardeceres y los aplausos
de Punta Candor.
Aplaudir una puesta de sol implica comprender el valor ético de la
lentitud. La caricatura social de los andaluces se cebó durante años en su
propensión a la pereza. La ilusión paradisíaca de que, al juntarse demasiado,
la esencia y la existencia emiten una invitación a la quietud, se transformó en
chiste barato sobre la vagancia de unos jornaleros que, sin embargo,
demostraban su capacidad de trabajo si emigraban a las ciudades del Norte. El
chiste no sólo aludía a la situación histórica de una tierra limitada por la
falta de iniciativas económicas, sino a una idea de la existencia marcada por
el desarrollismo, la moral productiva, el vértigo triunfalista del dinero y las
prisas. Y con tantas prisas en la existencia, no hay esencia que resista.
Vivir con prisa es una peligrosa costumbre, porque nos hace dogmáticos
al mismo tiempo que nos impide ser dueños de nuestras opiniones. El dogmatismo
es la prisa de las ideas, el acomodo a discursos establecidos por encima de
nuestra conciencia, el sacrificio de la responsabilidad propia en el altar de
una verdad nacionalista, religiosa, partidista o mediática. Quien vive con
prisa dice lo primero que se le ocurre, lo que corre al lado de él. Así que
anda de cabeza y piensa con los pies. Si tuviéramos tiempo de pensar dos veces
lo que decimos y, sobre todo, lo que nos dicen, otro gallo cantaría en el
mundo. Sin caer en la caricatura de la pereza, por supuesto, conviene
reivindicar la lentitud del Sur como un ámbito de responsabilidad propia, el único
ámbito que permite los paseos largos y las buenas decisiones. En el Sur no
deben tener prisa ni los pensamientos, ni los coches, ni los desnudos. La
sensualidad y la belleza requieren su tiempo.
La falta de prisas resulta imprescindible también para el cuidado de
los otros. Cuidar, cuidarse, recibir cuidados, elegir con cuidado, son actos de
una vida incompatible con la velocidad. La prisa no hace bien sus tareas, sale
del paso por culpa de los acelerones de la ética productiva y del
individualismo exacerbado. Quien no quiere deberle nada a los demás, como si
los demás fuesen entidades financieras, no puede ser una buena persona. Hay que
cuidarse de él. Es verdad que en Andalucía el cuidado del otro nos lleva a las
barras de los bares, a los corros en la puerta de la calle, a lo que podemos
escuchar en la mesa de al lado, a lo que se ve detrás de los pinos y las dunas.
Pero del mismo modo que entre las prisas y la vagancia queda un punto intermedio
llamado lentitud, entre la curiosidad desmedida y la soledad calvinista hay un
valor importante para el Sur: el cuidado de los otros. Evitar la chismosería no
debe confundirse con el aislamiento. Pedir tiempo para pensar en uno mismo,
significa aprender a cuidar a los demás.
El buen humor es otro requisito imprescindible del Sur que puede
encontrarse también en Andalucía. En este caso, la caricatura ha desquiciado el
humor, presentándolo como gracia, salero o alegría costumbrista. Pero la
irritación que provocan los chistosos profesionales no debe hacernos comulgar
con obsesiones corrosivas, que no permiten ni una sonrisa. Hay territorios que,
por su historia, facilitan la conversión de los conflictos en obsesiones, hasta
el punto de que hacen perder la cabeza a los que llevan razón en las
discusiones. No quisieron caer en la mentira, pero son injustos desde su
verdad. En vez de cambiar de aires, los obsesionados cambian de condición, y
siempre para peor. El quiebro a tiempo, como una salida ingeniosa o un golpe
elegante de humor, ayuda a huir de los dogmas y de las identidades en favor de
un pensamiento mesurado. Entre la solemnidad de los sermones y la gracia
irritante, cabe una negociación discreta con la alegría.
La metáfora del Sur no es útil sólo en las habitaciones oscuras del
invierno, conviene reivindicar la lentitud del Sur como un ámbito de
responsabilidad propia. Al narcisismo del conflicto se le puede oponer la
sabiduría de vivir la vida. Las metáforas ayudan a buscar un futuro más habitable,
son una obra pública. Cuando Luis Cernuda llegó por primera vez a México, después
de muchos años de exilio en potentes ciudades anglosajonas, escribió el libro
Variaciones sobre tema mexicano, para dar testimonio de una experiencia en la
que se mezclaban las sorpresas y el recuerdo. Le dedicó un poema al español,
porque para un escritor es importante oír su idioma en la calle. Dedicó otro
poema a la pobreza, vivida de niño en Andalucía y reencontrada en México. Se
preguntó el poeta si alguna vez sería posible escapar de la miseria sin caer en
la prepotencia del lujo. Quizá la respuesta dependa de las metáforas que
busquemos. Conviene, en cualquier caso, saber aplaudir una puesta de sol.
El País, domingo 17 de agosto de 2008
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