El País, 16 de enero de 1987
Cineclub de Arquitectura El Cinematógrafo. Foto: Pérez Cabo1987 |
Al cineclub se va como se va a misa. Desde luego, el que acude al cineclub es porque comulga con la séptima de las artes, de eso no hay duda. ¿Quién si no organizaría una esperada tarde de fin de semana en función del horario de un cineclub concreto? (la mayoría de ellos sólo tienen una sesión diaria, en sábados y domingos). ¿Quién si no prefiere la butaca de un vetusto salón de actos universitario a otra butaca cualquiera? ¿Quién está dispuesto a encontrarse de antemano con las mismas caras de siempre?, porque, no lo olvidemos, al cineclub, como a misa, siempre van los mismos.
Claro está que se trata de algo más que un rito. Hoy por hoy es el mejor modo de encontrar la añorada reposición. O mejor dicho, el único, al menos en una ciudad como Sevilla, donde las salas cinematográficas de reestreno desaparecen como víctimas de una conjura secreta. Es también una manera de recordar que cualquier tiempo pasado fue mejor. De ver cine barato. De no echar de menos las poco rentables salas de arte y ensayo. O de pasar la tarde del sábado si a nadie se le ha pasado por la cabeza marcar tu número de teléfono.
El cineclub, además de ser una de las manifestaciones socioculturales que aún perviven con un aire progre, es eminentemente estudiantil. Su actividad arranca con el curso escolar y muere con la convocatoria de junio. Sus días útiles coinciden con los no lectivos. Y, fundamentalmente, con el precio de la entrada de un cine de estreno cualquier aficionado puede acudir a dos sesiones de cineclub o, si se prefiere, como es la mayoría de los casos, ver una sola película y luego tomar unas cañas en un local cercano y acogedor, donde comparar opiniones y lamentarse por el pobre estado de la cinta.
Estas protestas también forman parte del protocolo, puesto que nadie recuerda de nadie que alguna vez viera una buena copia en un cineclub. Otros, haciendo gala de tener una memoria de universitario por licenciar, enumeran con todo lujo de detalles las siete veces que han visto la película y con quién fueron a verla cada una de ellas.
Otra prueba de la vocación estudiantil de este espectáculo, al menos en Sevilla, son los famosos maratones o sesiones de cine más o menos monográfico, de 24 horas de duración. Estas proyecciones gigantes se realizan en marzo, una vez concluido el amargo sorbo de la convocatoria de febrero y cuando la primavera ya despunta en la ciudad. Requisitos imprescindibles, ya que el maratón se plantea como una fiesta más a celebrar durante el curso. Es más, la razón de vida de algunos cineclubes no es otra que el viaje de fin de curso o del paso del ecuador de alguna promoción. Prueba ésta de que el cine podría seguir siendo un espectáculo rentable, principio que tanto público como empresarios se empeñan en desmentir en los tiempos que corren.
Del regusto progre sí queda mucho todavía. La mayoría de de los cineclubes conservan el encanto de ofrecer varios intermedios, el número de éstos es variable y depende de los rollos que tiene cada película. Los pocos minutos de estos intermedios, que hoy por hoy sólo conservan los cines de verano y algunos de pueblo, se aprovechan para estirar las piernas —recordemos las butacas de un vetusto salón de actos universitario—, echar un cigarro y comenzar una apasionada conversación en torno a la película.
Estas breves tertulias, que luego se pueden continuar a la salida, mientras se toman unas cañas para completar el presupuesto hasta lo que podría haber sido el pase de una sala de estreno, son parte de los últimos vestigios de otras décadas más prodigiosas. Hubo un tiempo en que la tertulia fue al cineclub lo que la charla de salón al teatro burgués, es decir, incluso más importante aún que el propio espectáculo, el elemento central que le dotaba de razón de existir.
Sevilla es una ciudad de honda tradición para el cineclub. El Vida, próximo a los jesuitas, y el Universitario, que hoy no funciona pero que aún está inscrito en los registros del Ministerio de Cultura, pueden alcanzar una edad de no menos de 20 años.
Muchos son los que recuerdan que entonces, creyéndose hacer la revolución, elegían el ámbito del cineclub para sus conspiraciones políticas y, por qué no, para irse a la cama en caliente, eso sí, sin dejar de discutir ni un momento sobre la moral reaccionaria que no les permitía ver algunos de los largometrajes que hacían furor en el extranjero.
Por aquel entonces, las salas se mantenían con los socios y los pases de cada sesión. Hoy, la media de 300 personas que cada fin de semana acude al cineclub no deja una cantidad suficiente para los gastos que comporta, la gran mayoría de ellos motivados por los alquileres de las películas. Así, la Federación Andaluza de Cineclubes, alma de la media docena de ellos que aun perviven en la ciudad, recibe ayuda económica de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía.
No se puede olvidar que la actividad cultural de la Universidad de Sevilla encuentra su máximo exponente en estos cineclubes. Al margen de lo puramente académico, las aulas de cultura son prácticamente inexistentes y las actividades culturales dejan mucho que desear, al menos en lo que se refiere a organización y participación estudiantil, y a cantidad y variedad de los programes ofertados por la propia institución.
Alfredo Valenzuela (Jaén, 1962) es redactor cultural de la agencia Efe en Sevilla, crítico literario, autor de una biografía sobre el rockero Silvio y coautor de una historia sobre la Cartuja sevillana.
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1 comentario:
Las películas del expresionismo alemán -El gabinete del Doctor Caligari, Nosferatu, El Golem...- electrizaron a una generación. Los más inquietos se dieron cuenta de que un nuevo arte había nacido. Los cineclubes son fruto de aquella efervescencia. Asociaciones de todo tipo se lanzaron a difundir una nueva forma de cultura y apostaron por programar películas de calidad, dejando a un lado cualquier consideración comercial. A veces, tras la proyección se organizaba un cinefórum para discutir sobre lo visto. Grupos de mayor o menor calado político y organizaciones eclesiales promovieron cineclubes. Y no era raro tras la película oír una soflama política o un sermón camuflado. Los años sesenta y setenta fueron una edad de oro para los cineclubes en España. El cine soviético, el realismo poético francés, el neorrealismo italiano o los documentales de Flaherty trazaban su reino de sombras ante auditorios absortos.
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