A propósito de la doble efemérides, ahí va esta reflexión: 25 años después, qué lejos quedan aquella Sevilla modernizada del 92 y aquella Barcelona olímpica del amics per sempre. ¡Cuánta regresión oscurantista! ¡Cuánta discordia civil! Pero, ¿qué nos ha pasado?
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En efecto. Estamos en una época de muchos retrocesos, algo que rara vez pasa en la historia.
Nos hemos mirado mucho el ombligo, nos hemos creído que éramos casi dioses ya, y ahora nos damos cuenta de algo: somos los mismos de aquella Sevilla negra (lo digo por lo sucia que estaba) de los años 80. Avance cero. Nos cayó mucho dinero encima y dilapidamos mucho más, y aquí estamos, que nos comen las moscas.
Exacto, buen análisis.
Que caminamos hacia atrás.
Que seguimos sin tener arreglo. No aprendemos.
Que la derecha más rancia les ha envenenado a todos.
Qué desilusión me provoca todo esto, y qué impotencia.
Hemos sufrido una considerable involución.
Desidia.
Posiblemente no maduramos al ritmo adecuado, seguimos inmersos en unas creencias aprendidas, vanas y sin reflexión alguna. Seguimos bebiendo sin mojarnos, tenemos miedos profundos, ocultos que no nos permiten mirar a los demás como semejantes. No hay más que mirar lo que ocurre fuera de nuestras fronteras, es vomitivo: personas vagando de un sitio a otro sin ser aceptadas allí donde van, niños muriendo de hambre o ahogados en un intento de huida a ninguna parte. Creo que nos falta parar en seco y reflexionar, pero nos da miedo saber más de nosotros mismos, y, como dice Silvio, si uno se desnuda, se convierte en reto todo lo desnudable. Perdona, quizás esté profundizando más de la cuenta, pero a veces me siento culpable por pertenecer a un mundo tan injusto como el que tenemos. Un abrazo.
25 años después da la sensación de que Sevilla no supo aprovechar del todo aquella gran plataforma que fue la Expo 92. El hecho es que hoy sigue siendo una ciudad cuyo peso demográfico en España no se corresponde con su peso político y económico y son muchas las inercias negativas (paro, falta de emprendimiento, conservadurismo social, etcétera) que permanecen. Las modernas infraestructuras de la Expo son hoy insuficientes y volvemos a tener grandes problemas de movilidad debido a la eternización de la construcción de la SE-40 o la ausencia de una red amplia de metro.
En España la gente no está preparada para mantener un mundo moderno. Volvemos a una mentalidad antigua. No avanzamos y nos quedamos con lo que nos parece mejor, aunque no lo sea, por miedo a un cambio.
Coincidía el canto a la alegría y a la fraternidad entre los hombres [que fue anoche la interpretación de l Novena sinfonía de Beethoven por la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla] con una nueva escalada de terror en París, la ciudad de la luz, y lo hacía también con la conmemoración del día en que abrieron sus puertas hace veinticinco años todas las ilusiones desplegadas en aquel imborrable acontecimiento que fue la Expo 92. Una doble efemérides, junto con los fastos de las olimpiadas de Barcelona, sobre la que me gustaría traer a colación la reflexión de un buen amigo mío: «25 años después, qué lejos quedan aquella Sevilla modernizada del 92 y aquella Barcelona olímpica del amics per sempre. ¡Cuánta regresión oscurantista! ¡Cuánta discordia civil ! Pero, ¿qué nos ha pasado?». Una reflexión que vale también para coronar estos veinticinco años que hoy celebra el Teatro de la Maestranza y con él su inseparable Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, víctimas también de la desidia y el abandono que en estos años han ejercido nuestras instituciones, y nosotros mismos, olvidando aquella ilusión, inocente pero ilusión, con la que abrazábamos el que se suponía habría de ser el inicio de una nueva era en la que los hombres y las mujeres volvieran a ser hermanos.
La peor herencia de la Expo 92 no fue el despilfarro, descomunal para la época pero moderado en comparación con el posterior tiempo de las burbujas, sino la incapacidad de Sevilla para asentar su despegue en la potencia del legado. Una ciudad sobre la que el Estado derramó una lluvia tal de inversiones tenía la obligación de construir con ellas un futuro que la proyectase al liderazgo. En vez de eso sufrió una indigestión de narcisismo –trasunto del cernudiano ombligo del mundo– que la ha acabado devolviendo a su tradicional marasmo. Se juntó para el caso la abulia colectiva con la mala conciencia de unas administraciones que en vez de saldar una deuda histórica de desarrollo creían haberla privilegiado, y que como consecuencia detuvieron la dotación estructural de la metrópoli andaluza hasta casi provocarle un colapso. A los diez años del gran festejo, cuando la prosperidad inundaba España de equipamientos sobredimensionados, el olvido institucional condenaba el crecimiento sevillano. Las autoridades locales tampoco fueron capaces de levantar un proyecto con el que competir en el mercado de ciudades emergentes y se dejaron mecer en un aturdimiento letárgico. Ni industria, ni cultura, ni innovación; sólo el turismo y los servicios administrativos articulan una productividad relativa que permite sobrevivir eludiendo el fracaso.
Un cuarto de siglo después de aquella inauguración triunfal, la memoria de la Expo es mucho más sentimental que efectiva. No ha habido desde entonces otra aspiración sobre la que construir una esperanza, más allá de la breve e irreal aspiración olímpica. Acostumbrada a los horizontes pequeños, la ciudad no ha sabido sobreponerse al apagón inversor ni adaptarse a la necesidad de valerse por sí misma. Se encogió, ensimismada y autocomplaciente, mientras otras capitales como Valencia, Málaga o Bilbao se buscaban la vida. Con el agotamiento de las infraestructuras, entre las que sólo el AVE continúa con su pujanza intacta, el impulso del 92 se parece demasiado a una lejana oportunidad perdida.
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