Por CLARA SÁNCHEZ
A César S., propietario de la mayor cadena de hoteles del país, mientras se dirige a su casa, serio y apesadumbrado como siempre, una gran blancura le inunda por un instante la mente, y de repente tiene la certeza de cómo debería ser su vida en adelante. Baja la ventanilla del coche y respira con nuevos pulmones y contempla el esplendor del campo con nuevos ojos.
Al dejar atrás la verja y avanzar hacia los macizos de flores que bordean la entrada, ya ha decidido deshacerse de todas sus riquezas. Así que le regala al chófer la flota de coches y le comunica a su mujer que pasa a ser la dueña absoluta de toda la fortuna, a la que él acaba de renunciar. Su mujer le exige que recapacite, pero él contesta que solo necesita una casita con un pequeño huerto en el que plantar lo que vaya a comerse.
César S. tiene una casa con huerto y pozo, y es feliz durante casi un año, hasta que un día, al sacar el cubo del pozo, encuentra un líquido negro, que enseguida comprende que es petróleo. Antes de que pueda ocultarlo, el hallazgo es visto y propagado. Considera que lo mejor es donar el yacimiento al municipio y retirarse al desierto, donde ni siquiera vivirá en una casita, sino bajo una tienda de lona. Pero sus vecinos, en señal de gratitud, construyen para él un fabuloso palacio. Cuando se lo muestran, y ve los grifos de oro y las estatuas de mármol y los jardines diseñados por jardineros franceses y japoneses, se le caen las lágrimas, y la gente del pueblo se pone muy contenta porque cree que llora de alegría. "Estoy condenado a ser rico", piensa tristemente. Entonces ocurre algo inesperado: recibe la noticia de que su mujer se ha arruinado y se halla sumida en la pobreza. César S. de nuevo siente la sonrisa de la vida. Hace un fardo con sus harapos y se presenta ante su mujer: "Ahora podremos ser verdaderamente felices porque ya somos libres los dos", le dice. Ella ve a este hombre miserable y envejecido con quien no se siente capaz de compartir la cama, y se le caen las lágrimas. Y él se pone muy contento al pensar que son de felicidad.
El País Semanal, 20 de julio de 2000
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