Cincuenta años después del estreno de la versión cinematográfica, Los chicos de la banda sigue apareciendo en las listas de filmes LGTB que hay que ver. Tanto es así que Netflix acaba de rodar un remake que se estrenará en otoño
Por BLANCA LACASA
ICON, 25 de agosto de 2020
“La película tuvo una gran promoción, pero las críticas no fueron unánimes y la taquilla fue decepcionante. A mucha gente le encantó e incluso ahora escucho a personas decir que tuvo un profundo efecto liberador en ellas. Hoy en día, se la suele considerar una película de referencia. Digo esto con toda modestia porque creo que su poder radica en el guion de Mart y en las brillantes interpretaciones de todo el reparto, que en su momento pasaron prácticamente inadvertidas”. Quien esto afirma es el director de cine William Friedkin en su fascinante libro de memorias The Friedkin Connection: A Memoir (2013) y el filme al que se refiere es un de sus obras cumbre, Los chicos de la banda (1970), una película que supuso un hito en muchos sentidos.
Los chicos de la banda es la adaptación de una obra teatral estrenada en el circuito off-Broadway en 1968. En ella, un grupo de amigos gays se reúnen en una casa para celebrar el cumpleaños de uno de ellos, Harold. La tensión va creciendo y lo que empieza con intenciones festivas acaba convirtiéndose en un encuentro claustrofóbico. La acción transcurre en Nueva York y supuso un verdadero fenómeno cuando se estrenó.
¿Qué tenía la obra para resultar tan atractiva? Ser abiertamente gay. Hasta entonces, los personajes homosexuales en los escenarios o pantallas del circuito mainstream solían ser objeto de lástima o de burla o eran dibujados de un modo difusamente ambiguo, ocultando un secreto que no acababa de ser revelado
Por primera vez se presentaba una historia exclusivamente centrada en hombres gays (salvo uno de los personajes que parece vivir el conflicto de una homosexualidad no aceptada) que no se movía en la más absoluta de las marginalidades. Aunque en principio las representaciones iban a ser cinco pases en una pequeña sala, el éxito fue tal que acabó interpretándose en más de mil ocasiones, en un teatro más grande y ante espectadores –según un artículo del New York Times de 2017– de la talla de Jackie Kennedy, Rudolf Nureyev o Groucho Marx. ¿Qué tenía la obra para resultar tan atractiva? Ser abiertamente gay. Hasta entonces, los personajes homosexuales en los escenarios o pantallas del circuito mainstream solían ser objeto de lástima o de burla, o eran dibujados de un modo difusamente ambiguo, ocultando un secreto que no acababa de ser revelado.
Mart Crowley, autor de la obra (luego escribió el guion gracias al apoyo incondicional de Natalie Wood, de quien fue secretario una temporada), volcó en el libreto todos sus dolores. “El tratamiento más franco de la homosexualidad que se ha visto en un escenario”, dijo el New York Times. No olvidemos que, en aquel momento, la homosexualidad estaba catalogada como trastorno mental por la American Psychiatric Association y el acoso policial a este colectivo era constante. De hecho, las primeras respuestas que Crowley recibió por parte de los productores a los que les presentó el proyecto siempre fueron las mismas: “Tal vez en cinco o diez años, pero no ahora”.
Alex Mendibil, responsable de la programación de Sala:B en la Filmoteca Española (que regresa en septiembre) abunda en lo revolucionario del guion: “La obra de teatro se escribió con esa intención de romper tabúes y poder representar –al menos en el off-Broadway– el mundo gay. A Crowley le habían tumbado casi todos sus trabajos por querer acercarse a una realidad que permanecía oculta, a pesar de ser parte fundamental de Hollywood y del mundo del teatro. En la obra volcó toda esa frustración y su experiencia personal, abarcando con una simple fiesta de cumpleaños gran parte de la complejidad de caracteres y emociones relacionadas con ser homosexual. Nadie se atrevía a producirla ni a interpretarla por miedo a ser estigmatizado, pero finalmente se consiguió. Conviene recordar que el mundo del cine y el teatro underground, el off-off Broadway, ya se había adelantado a esta realidad. Las obras de Andy Warhol, Jack Smith, los hermanos Kuchar o Andy Milligan de los sesenta están ahí para demostrarlo, tanto en los círculos de cine de Amos Vogel o Jonas Mekas como en cafés teatro como el Caffe Cino, donde se representaba a Jean Genet, Tennessee Williams o Fernando Arrabal”.
Si el mundo no estaba preparado para ver una obra de teatro como esta, resulta difícil imaginar que sí lo estaría para una película. Pero ahí estaba Friedkin jugando, como siempre, al límite. En sus memorias recuerda: “Cuando leí el guion de Mart me emocioné con su potencial como película. Estaba escrito con pasión, ira y conocimiento”. Cuando finalmente consiguió hacerse con el proyecto, Friedkin resumía así su abordaje a la obra de Crowley: “Me acerqué al guion de Mart como una historia de amor, con humor y pathos. Vi sus personajes como personas, no como arquetipos, y traté de reflejar su dolor al tener que ocultar su verdadera naturaleza ante los prejuicios de familia, amigos y compañeros de trabajo”.
La película no tuvo tan buena acogida como la obra de teatro. Las críticas fueron dispares. The New York Times, si bien alabó la limpia, directa y efectiva dirección de Friedkin y las extraordinarias interpretaciones (destacando la de Leonard Frey en el papel de Harold), reflejaba lo desagradable de explotar determinados estereotipos y de construir toda una película en torno a unos personajes que parecían detestarse a sí mismos.
Pero, ¿qué pasó entremedias? ¿Qué sucedió para que en tan sólo dos años lo que había supuesto una auténtica punta de lanza se convirtiera en un artefacto trasnochado? La respuesta es clara: las revueltas de Stonewall de 1969 cambiaron la manera de sentir de la comunidad gay que ya no se identificaba con el tono lastimero y sufriente de Los chicos de la banda. El movimiento gay ya no quería ver a homosexuales odiándose a sí mismos por el simple hecho de serlo. Tal fue el rechazo que los miembros del Frente de Liberación Gay organizaron una protesta en el estreno de la película en Los Ángeles. Habiendo roto un tabú, Los chicos de la banda parecía haberse convertido en un tabú en sí misma. “La polémica está garantizada cuando tocas temas y sectores sociales tan sensibles", apunta Mendibil. "Muchos no se van a sentir representados y van a criticar la propuesta. Es normal. Ahora podemos hacer muchas críticas a la película de Friedkin pero hay que darse cuenta de lo difícil que tuvo que ser. Parece ser que cortaron un beso entre dos personajes que sí estaba en la obra de teatro. También hay que tener en cuenta que entre la obra de teatro y la película de Friedkin ocurrieron las protestas de Stonewall y lo que en 1968 parecía revolucionario, en 1970 quizá sabía ya a poco. Los chicos de la banda muestra la rabia y la culpa que suponía ser gay en su época. Desgraciadamente hoy en día ocurre también. No hay razón para tapar eso, como tampoco para afear las visiones idealizadas o frívolas de la comunidad LGTB. Lo sensato es que haya espacio para todos los puntos de vista”.
Para Carlos Ballesteros y Genís Segarra del grupo Hidrogenesse, sin embargo, la película destila una amargura que está lejos de convencerles: “Nos resultó divertida al principio, con esos diálogos tan ácidos y esas bromas continuas. Pero siempre usan las bromas para herir. Y, después de un buen rato tratándose mal entre ellos, los personajes acaban tratándose peor a sí mismos. Te deja una sensación deprimente. Como si la felicidad fuera imposible”. En ese sentido, una de las líneas de diálogo (diálogos que, según Friedkin, recuerdan un poco a Oscar Wilde en su ácida brillantez) más recordadas de la película es una de las más crueles: “Muéstrame un homosexual feliz y te mostraré un cadáver gay”. Al hilo de lo cual Hidrogenesse añaden: “Si la hubiéramos visto siendo adolescentes quizás hubiera sido peor, porque estás más sensible, sin ninguna experiencia ni mucha información sobre cómo iba a ser la vida adulta siendo gay. En la película todos arrastran unos traumas y unos complejos que, tras los jiji jaja, les hunden en una tristeza sin esperanza. Y eso a pesar de ser tan listos, tan divertidos, tan aparentemente liberados y autosuficientes”.
Aun así, el tiempo ha demostrado que muchas de las realidades, de los dramas y de los dolores retratados en esta historia están, desgraciadamente, lejos de resultar obsoletos. “La he vuelto a ver ahora", cuenta Mendibil, "y es curioso lo vigentes que resultan los conflictos y los estereotipos que plantea, que son los principales y más recurrentes: la aceptación, la visibilidad, la culpa, la pluma, tu posición en el armario… La sociedad ha cambiado y se ha avanzado en muchos aspectos, pero los conflictos personales y la relación con el entorno sigue siendo problemática, lo que nos indica que todavía hay mucho por andar”. Para Hidrogenesse esta película funciona como un necesario recordatorio, y probablemente por ello a ratos incómodo, de todo lo que ha supuesto la lucha por los derechos LGTB: “Viendo esos traumas, esos sentimientos de culpa, esas dobles vidas, te das cuenta de la importancia de la visibilidad, del orgullo y de todas las reivindicaciones”.
La película no tuvo tan buena acogida como la obra de teatro. El 'New York Times', si bien alabó la limpia, directa y efectiva dirección de Friedkin y las interpretaciones (destacando la de Leonard Frey en el papel de Harold), reflejaba lo desagradable de explotar determinados estereotipos y de construir toda una película en torno a unos personajes que parecen detestarse a sí mismos
Pero, aparte de esta triste actualidad, Los chicos de la banda tiene muchas elecciones que resultan, como poco, valientes. Como bien dice Mendibil, “la película es una apuesta muy arriesgada, casi suicida. Podía haber enterrado para siempre a su director”. Significativo es, por ejemplo, el hecho de que Los Angeles Times la considerara “un hito incuestionable” y, sin embargo, se negara a publicar anuncios de la película. O el hecho de que Friedkin, probablemente consciente de que la opresiva acción se apoyaba en el talento de sus actores, no dudó en aceptar una de las condiciones de Crowley: mantener el reparto original renunciando a la lógica tentación de incluir algún nombre más conocido para el gran público. Una concesión que, como bien dice la web Cinema Queer, “no dejaba de ser una rareza a la hora de adaptar obras de teatro en Hollywood y que, aún hoy en día, sigue siéndolo”. Un reparto, por cierto, al que le persiguió la fatalidad: cinco de los nueve actores protagonistas murieron de SIDA. Especialmente trágica es la historia de uno de ellos, Robert La Tourneaux, quien interpreta en la película a un prostituto. El actor siempre dijo que Los chicos de la banda había supuesto para él el beso de la muerte: interpretar ese papel le estigmatizó hasta el punto de anularle cualquier posibilidad de salir adelante como actor.
Ni siquiera una de las cosas que más se ha cuestionado de la película, el hecho de que los personajes puedan responder a clichés, es del todo un elemento negativo. “Es cierto que la película tiene clichés", reconoce Mendibil, "pero es que esa era su intención, representar por primera vez en pantalla, y antes en el escenario, una galería de estereotipos gay que, en mi opinión, están muy bien escritos y siguen estando presentes”.
Polémicas aparte, lo cierto es que cincuenta años después Los chicos de la banda sigue apareciendo en las listas de películas LGTB que hay que ver. Tanto es así que Netflix ha rodado un remake dirigido por Joe Mantello e interpretado en su totalidad por actores abiertamente gays y que se estrenará este otoño. Sobre lo oportuno de este revival y según recoge la revista Playbill, Zachary Quinto (que interpreta el personaje de Harold) ha dicho: “Hay quien dice que los gays ya no hablan así. ¡No solo los gays hablan así, todo el mundo habla así! En los últimos años, ha habido una apropiación de la lengua vernácula gay. Lo cual, para mí, es una celebración de los orígenes de la comunidad, muchos de los cuales están en esta obra”.
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