ABC, 25 de enero de 1985
Artistas hay, y de justo renombre, que se aferran a un esquema plástico, instalados definitivamente en una fórmula encontrada y elogiada como impronta de su identidad, para los que no queda otro recurso dentro de la reiteración que el perfeccionismo. Santiago del Campo pertenece a la raza de los pintores abiertos a plurales incitaciones, sólo que asumidas con reposada cautela; cerebral y sensitivo (conjunción afortunada para un artista), su obra viene marcada por unos ciclos concretos y distintos. Es posible que en cada uno de ellos, en los que fue dejando piezas importantes, algunas magistrales, encontraría suficiente motivo de complacencia, pero no hasta el punto de afincarse en ninguno de por vida. Se lo impide un afán exploratorio no sé si de Pintura, de sí mismo o de ambas cosas.
Pienso que su aventura consiste en ir al encuentro de sus propias posibilidades, explorar y expresar reflexivamente y amorosamente su manera de entender la vida. Con la dedicación sin prisas de ir transfigurando su entorno y su propio yo de acuerdo con unas constantes: ordenación rigurosa, pulcritud y dominio del procedimiento y, como hálito embalsamador y vivificador, un contenido poético que se manifiesta a pesar de estar pudorosamente domeñado.
Santiago del Campo es un pintor intelectual... Pertenece a la raza de artistas que no sólo tuvieron una visión del mundo, sino una noción y que se adentraban con todo derecho y capacidad en otras parcelas que la de su habitual oficio. De esa actividad intelectual viene su curiosidad por cuanto concierne al mundo del espíritu y al mundo de la materia, su mesura, su capacidad de comunicar plásticamente sus convicciones y escepticismo, y, sobre todo, la diversidad de su trabajo. Se acerca a lo egregio y a lo humilde, lleva a cabo pinturas religiosas y lienzos de cerámica, carteles, retratos, perfiles de rejas, diseños de muebles o de lámparas en volumétricas y sugestivas abstracciones, paisajes o peculiares naturalezas muertas, en una obra total de la que no cabe hablar de dispersión, sino de entrega a las posibilidades de comunicación que se le ofrece a un artista.
Desde hace algún tiempo, el ciclo en que se afana está centrado preferentemente en un motivo que se va convirtiendo casi en su santo y seña: la tela y el bordado como soporte de un recipiente de metal o de cerámica que le sirve de entonado complemento. La habilidad composititiva, el logro de una atmósfera poco menos que mágica y la precisión de unas calidades, sustentan el atractivo de unos cuadros que no aparentan otras complicaciones. Es una etapa más que refleja la serena poética del autor y su dominio, y que ha sido posible gracias a la ardua y cambiante sucesión de experiencias. Significa, de momento, su plenitud, pero, dicho sea con las debidas licencias, a mí me gustaría que el pintor no pensara que lo pasado pasó. El retratista que es Santiago del Campo, de cuya alta calidad hay muestras sobradas en esta exposición [Antológica 1955-1984, Fundación El Monte]; el imaginativo recreador de ambientes urbanos ceñidos a la gracia de una musical geometría tienen mucho que hacer y que enseñar ahora y de aquí en adelante.
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