El País, 7 de octubre de 2014
Hace unos días, en Barcelona, escuché el bello
discurso de Muñoz Molina agradeciendo el premio del Liber: enumeró lo que amaba
de Cataluña y renegó de los nacionalismos. Yo también recuerdo los años que
trabajé en revistas catalanas; la época en que Barcelona era un prodigio, una isla
de modernidad dentro de la casposa sociedad española de los setenta. Siempre he
admirado a los catalanes. Siempre los he querido. Empezando por la escritora
Montserrat Roig, que falleció tan joven, y que ocupa un lugar en mi corazón.
Después de tanta vida juntos, de tantas emociones compartidas, es natural que a
muchos españoles nos apene separarnos de Cataluña. Y a mí, que entiendo bien el
catalán y que tanto he aprendido en mi juventud de esa sociedad tan
vanguardista, también me apena que ahora se entregue al nacionalismo. Porque
sigo creyendo que los nacionalismos son un atraso; todos ellos, diré una vez
más tediosamente (ya se sabe que para poder criticar el catalanismo hay que
repetir que también detestas el españolismo), me parecen un impulso retrógrado,
un regreso a la horda, a la demonización del otro para crear una identidad
protectora de tribu. Y lo peor es que todos llevamos este anhelo primitivo a
flor de piel y podemos potenciarnos unos a otros la parte nacionalista más
feroz. Ya lo estamos haciendo. No veo una solución fácil a esta fiebre fatal, a
esta siembra de odio. Me preocupa la cerrazón del PP, no ya ante el órdago del
9-N, sino de antes, de siempre, porque habrá que ofrecer una verdadera salida;
pero, sobre todo, no puedo evitar pensar que esta crispación ha sido fomentada
por los políticos catalanes por intereses propios. Porque hace muy pocos años
Cataluña no sentía esto, aunque ahora intenten inventarse otra cosa. Que cada
cual aguante su responsabilidad frente a la historia.
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