19 septiembre 2015

Yonquis del móvil


“Durante los próximos cuatro días solo estaremos nosotros y los árboles”. Este cartel, en medio de un bosque en Mendocino, California (EE UU), delimita la frontera de Camp Grounded, un campamento para adultos adictos a la tecnología. Nada más llegar los participantes depositan sus móviles, tabletas y ordenadores en una cabaña. Sólo se permiten cámaras analógicas o Polaroids. Para entretenerse practican yoga, tiro con arco, hacen pan o participan en un taller de escritura… con máquinas de escribir. Desde 2013 han celebrado 17 que atraen a unas 300 personas por edición. Su lema: “Desconectar para reconectar”.

Tras la aparición de los smart phones, en 2007, se acuñó el término phubbing (al juntar phone y snubbing), ignorar a alguien por mirar el móvil. Otra palabra de nuevo cuño es nomofobia, el miedo a estar sin el móvil. En promedio revisamos el smartphone unas 150 veces al día. El 87% de los españoles lo tiene al lado las 24 horas y un 80% confiesa que lo primero que hace al despertar es mirar el teléfono, según el informe de la Sociedad de la Información en España de Telefónica. “Los americanos ya han descrito un síndrome de abstinencia para el móvil”, explica Sergi Vilardell, director terapéutico de la Clínica Cita. “La reacción fisiológica del cuerpo de un adicto cuando no tiene el móvil es similar a la de quien necesita droga o ir al casino: Nervios, taquicardia, sudor”, añade Viladrell, quien considera que iniciativas como Camp Grounded “sirven para descansar un poco, pero no resuelve el problema de fondo”.

“Si tienes necesidad de subir una foto a Instagram, haz un dibujo. Si quieres tuitear, compártelo con quienes están a tu alrededor”, son algunos de los consejos que brinda Camp Grounded a los participantes que duermen en tiendas de campaña o en cabañas separados por sexos, como en un campamento infantil. El fundador de Camp Grounded, Levi Felix, era vicepresidente de una startup californiana hasta que terminó en el hospital por extenuación. Se tomó un sabático, sin portátiles ni móviles, para recorrer el mundo con su pareja. Durante dos años y medio visitaron 15 países y montaron casas de huéspedes en una isla de Camboya donde les quitaba el móvil a los visitantes. De vuelta a California, montaron Digital Detox. Actualmente asisten unas 300 que pagan entre 500 y 650 dólares.

España está a la cabeza de la Unión Europea en número de smartphones (23 millones). Solo el 24% de los españoles prefiere comunicarse en persona; el 35% opta por la mensajería instantánea; y el 33,5% llama por teléfono. A pesar de ello, el movimiento de desintoxicación digital ha encontrado poco eco. En Mallorca, Melissa del Cerro y Miguel Lluis Mestre pusieron en marcha desintoxicación-digital.com en 2014. “Hoy en día, cuando llega el fin de semana o las vacaciones, muchos de nosotros seguimos hiperconectados. La desintoxicación implica apagar unos días, recargar las pilas y hacer más productiva la vuelta al mundo digital”, explican.


Dos cadenas de hoteles españolas ofrecen packs de desintoxicación digital en los que se deja el teléfono móvil bajo llave en recepción. En el Barceló Santi Petri de Chiclana (Cádiz) proponen una estancia de 7 noches “El 90% culmina su estancia sin revisar el móvil, pero un 10% no aguanta y termina pidiendo la llave que resguarda sus gadgets”, explica María Casado, empleada del hotel. Mientras que la cadena Vincci, tiene dos opciones de desintoxicación digital en Marbella (tres noches, 359 euros) y Tenerife (120 euros por noche).
ANDRÉS AGUAYO, El País, 24 de junio de 2015

14 septiembre 2015

PAREN EL TORO DE LA VEGA


Las tradiciones forman parte del patrimonio, pero algunas resultan claramente incompatibles con los valores que deben presidir una sociedad civilizada. Afortunadamente ha aumentado la conciencia de que hay que respetar el entorno en el que viven los seres humanos, lo cual excluye la violencia contra los animales con el único propósito de divertir.

El maltrato a los animales estaba ampliamente aceptado hasta hace apenas unas décadas. Ahora resulta cada vez más insoportable y la sociedad ha ido estableciendo normas de protección. Al mismo tiempo, muchas tradiciones crueles han sido abolidas o abandonadas, como la costumbre de arrojar a una cabra desde un campanario para que los espectadores contemplaran cómo se estrellaba contra el suelo. Ahora hay que superar también comportamientos como el de acosar a un animal hasta matarlo a lanzadas, como se pretende con el Toro de la Vega, un acto de inhumanidad que coloca a esta fiesta fuera de los valores de una sociedad avanzada. Y por supuesto, eliminar cualquier ayuda pública a ese tipo de festejos.

Cada vez resulta más inaceptable no solo la inhibición de las autoridades, sino su apoyo para que se mantenga una tradición bárbara con el pretexto de la presión vecinal y alegando que no está prohibido, como hace el alcalde de Tordesillas, un socialista indiferente a la opinión del líder de su propio partido y que ignora las 120.000 firmas contrarias al acto aportadas por el Partido contra el Maltrato Animal (Pacma). Enrocado en esa posición, el Ayuntamiento de la ciudad castellana da curso, año tras año, a una exhibición de sadismo en la que se persigue y alancea a un toro hasta matarlo. No es el único lugar de España donde se maltrata por diversión. Ocurre también en los correbous de Tarragona —en los que no se persigue la muerte del animal pero este sufre igualmente— y otros festejos de ese porte.

Contra lo que sus defensores pretenden, el Toro de la Vega no es un asunto meramente local. Se ha convertido en el símbolo de una brutalidad repugnante y en el residuo de un pasado en trance de superación. Los organizadores del acto previsto para mañana en Tordesillas deberían suspenderlo, porque el maltrato por diversión de un animal hasta provocarle la muerte no es una tradición digna de mantenerse y ofrece una imagen deplorable de España.
El País, 14 de septiembre de 2015

03 septiembre 2015

La tradición

Por JULIO LLAMAZARES

Si en apenas dos meses, los que van del verano, que continúa, en España hubieran muerto 12 boxeadores, 12 ciclistas corriendo competiciones, 12 policías dirigiendo el tráfico o 12 bomberos apagando fuegos habría habido ya un gran debate nacional sobre la conveniencia o no de la práctica de tales deportes o sobre la seguridad de esas profesiones y el país entero estaría alarmado por la tragedia. Pero, como los 12 muertos (y los que aún pueden producirse: el verano continúa con sus fiestas) han tenido lugar en el cumplimiento de una tradición, la de los juegos de toros, se dan por bien empleados, puesto que la tradición, que es sagrada, está por encima de cualquier cosa y lo justifica todo.

En el nombre de la tradición, en este país se han hecho y siguen haciéndose barbaridades sin fin, la mayoría utilizando al toro para ellas, pero también a otros animales, aunque también las hay presuntamente más inocentes por la ausencia de sangre, que no de violencia y mal gusto: tirarse toneladas de tomates unos a otros hasta acabar irreconocibles y rodando por el suelo, llevar a hombros imágenes religiosas a pleno sol durante kilómetros después de un año de no entrar en la iglesia ni de visita, pegarse con los del pueblo vecino por un quítame allá esa Virgen, competir entre los del propio a ver quién come el mayor número de butifarras o huevos duros sin beber agua o demostrar la hombría explotando pólvora y la testosterona saltando o emborrachándose hasta caer al suelo. Si, como dice la antropología, la tradición es la cultura de un pueblo, a uno le da hasta miedo saberse parte de un pueblo capaz de hacer todas estas cosas y, además, enorgullecerse de ellas.

Se acerca el toro de Tordesillas, que llenará las páginas de los periódicos de comentarios un año más, pero ya que los animales no alcanzan a despertar la compasión de esos españoles aficionados a torturarlos y a asesinarlos por diversión ni consiguen que reaccionen unas autoridades que en numerosos casos tienen miedo a sus vecinos (los alcaldes de los pueblos) o a las consecuencias electorales de su decisión, por lo que no se atreven a coger el toro de la tradición por los cuernos, nunca mejor dicho, detengan por los menos esa sangría de vidas humanas que, como si se tratara de sacrificios a un dios impío, se producen cada año en un país en el que la tradición y la barbarie se confunden muchas veces, lo que muestra su retraso cultural evolutivo. Viendo y oyendo manifestarse a algunos participantes en esas fiestas, uno se afirma en su convicción de que no sólo el hombre desciende del mono sino que muchos no han descendido aún. (El País, 3 de septiembre de 2015)